No era que le pasara siempre a Martín. A todos ellos les ocurría. Sólo ellos podían entenderlo. Pero él no lo había hecho en cualquier lugar, sin estar preparado. Entonces, lo que pasó es lo que los ciudadanos ya sabían...y él tuvo problemas. Sucedió lo que sucedió. Ahora solo restaba suspirar, y tropezar con azorados acorazados.
Gamin no era un mal alumno pero solía olvidarse de sus padres y sus mandatos. Era un muchacho alto que, a pesar de su altura, ya no podía hacer lo que había hecho alguna vez: pasar la noche en un departamento o en un hotel. Lejos de esas especulaciones vanas, la muerte de Martín era apenas otra mala noticia de una vida sin techo ni horizonte.
Cuando Gamin me habló de apelar a cualquier recurso no me imaginé lo que luego haría. Aún hoy hay algo que no me logro explicar, que no logro entender:
¿Quién tiró esa piedra? Lancé la pregunta al aire.
–“¿Y a mí que carajo me importa?”, me contestó Giovanni.
Sin duda que no fue un inadaptado. Y, entonces, no hay fiesta posible. Todo se viene abajo, se necesita. Con un poco de suerte, recién dentro de cien años podría haber algún tipo de sentencia. Pero…¿quién sabe? En una de esas…
Así salí de allí no sólo agotado, hundido, arrepentido, sino también con un talle de menos, con una religión de más. Gamin, nada expresivo ni permisivo, había tenido un percance en el colegio y, sumado esto a la noticia de la muerte de Martín, decidió huir a Jejab, la ciudad de Blackhole donde sólo cuentan los diamantes. Allí fue donde encontró en la arena el broche de Tara, de más de mil años de antigüedad.
La solución fue crucificarlo socialmente. La plenitud del universo presentó acuerdo para la medida. Hubo algo de patético en ese adiós anticipado a Gamin. Adoptar decisiones complejas puede asimilarse a un mero arte de salir del paso, como el de un mal estudiante que se presenta a “robar” el examen confiando en que, en una de esas, lo aprueben.
Gamin inició el viaje optimista, exuberante; lo acabaría perplejo, malherido, a oscuras, atado al puente de los malos recuerdos. Es un lugar común decir que la libertad y la salud se aprecian cuando se han perdido. Pero es así. Cuando por fin la polvareda se asiente y el tiempo se encargue sólo de ir recobrando lo que sobra, entonces todo lo absurdo que ha pasado desde aquel fatídico día –en que una voltereta grotesca, un mal chiste, un malentendido, lo arrebató del mundo– quedará sumergido en el olvido.
El trayecto no era casual. En el fondo, lo enorgullecía su soledad: la gozaba como un operador seguro de su estrategia, afirmado contra la heladera con freezer de sus ideas y atacando precisamente a todos los fantasmas, ídolos y refranes populares. Todas las circunstancias adversas, pensaba, podían vivirse de modo favorable.
–“Somos pasajeros náufragos a la deriva de un planeta condenado”, acostumbraba a sentenciar Martín.
–“La única propuesta que encuentro viable es la de desaparecer, ir hundiéndome de a poquito, sin finalidad, en un abismo donde no quiero caer. Como si ya no participara de esta realidad. Lo mejor es irme”, le contestó Gamin la última vez que hablaron, sin dudas resentido.
Aquella noche de invierno y de niebla, de espaldas a los cucuruchos de la heladería, junto a sus amigos en el miedo, Mario Vallejo también había comprendido que se cansaba de ser humano, demasiado humano, de sus cuarenta y cuatro años. Sus propios ojos le seguían por detrás mientras se alejaba, poco a poco, hasta que no quedaran de él más huellas que las de su madre patria y las de sus próceres, las huellas del sueño del capitán y boxeador latinoamericano contenidas y resguardadas hoy tan sólo en la memoria de un aparato de televisión.
¿Y la justicia, entonces? Dormía, seguía en el mismo aparato o, a veces, en el estómago de las sandías. ¿Había que despertarla? Mario Vallejo se preguntaba esto porque, suponíamos por entonces, habría presenciado el crimen impune. Su crimen habría sido ver el crimen de otro.
Miles de millones atraviesan hoy las fronteras a velocidades electrónicas. En medio de ese flujo, Gamin estaba ávido de identidad, de diferencia en la ciudad que se incendiaba una vez más, ya que olvidó su vida en el placard como una plancha encendida, sus cenizas de buey, sus diamantes de fresa inmaduramente marrón. El viaje que comenzaba exigía tallar algunas indiferencias en su rostro apabullado por el llanto. Gamin era un desertor de la vida, de sus fundamentos, de su sentido sagrado cósmico. Pero era inútil correr. Como dicen las viejas, el incendio iba con él. Sin embargo, no dejaba de sentir el chasquido sordo del agua casi inmóvil rasgada inútilmente por los remos, le estallaba el resplandor jocoso –perla y cristal– de las arenas que hace bailar a los cangrejos en las orillas blancas de Agujero Tuerto.
No sabemos si hay un destino, pero sí hay decisiones. Ahora Gamin había decidido ser el tiempo. No sólo la ciudad entera, el mundo entero, como fuego, tomaba parte ahora mismo de la decisión. No había historia mayor que ésta. Y su fuga, siendo el tiempo, era como la llegada de una botella perdida en el mar. Cantaba:
“Quem tentar seguir seu rasto,
se perdera no caminho,
na pureza de um limão
ou na solidão do espinho.”
Cansado más tarde de la canción, predicaría luego en sus últimos días: “Somos santificados cuando la mano del Señor nos mueve hacia donde él quiere que vayamos”. Y se preguntaba: ¿Cómo es posible convertir una teja en una joya?
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