Cuando Gamin tomó la decisión, la isla se hallaba despojada de un bosque que levantaron para plantar estatuas. No era fácil sobrevivir, ni antes con el bosque ni ahora sin él. Las estatuas permanecen, sólo han derribado una de ellas con la misma pasión que pusieron al erigirla. Los nativos, que en un primer momento decidieron huir, no dejaron de regresar infinitamente. Parece que hay millones de ellos aún, que están siempre volviendo, que no pueden dejar de retornar. Es evidente que algo falló en sus argumentos. No pudieron mantenerse, no se permitieron evitar ese escollo, ese otro monumento.
Gamin ya casi no podía tomar decisiones por sí solo, temía volver a equivocarse una y otra vez. Por eso consultaba siempre con quien tuviera a mano, como estrategia de supervivencia, para poder seguir regresando. Y en esos diálogos que mantenía revelaba vacilaciones extremas, inverosímiles, por lo que sus preguntas siempre se encontraban con una expresión de sorpresa en el rostro de los otros.
Esos diálogos eran para ellos solos, Gamin y quien tuviera a mano. Porque nadie más en la isla mantendría una conversación sobre estos temas con un extraño, con un foráneo y, si ese alguien más decidiera hacerlo, tendría la profunda convicción de que no sería comprendido en su hondura. Conversar era entregarse al malentendido, al otro, exhibir una debilidad, buscar un punto de apoyo...o una de las más sutiles formas del olvido.
Con la deforestación vino la erosión del suelo, con ella las flacas cosechas y el hambre. Gamin tenía esencialmente eso: hambre y flacas cosechas. Pero sobrevivía. Los derrotados habían sido deglutidos o subyugados, no habían tenido otra opción. Y no fueron pocas las familias que se ocultaron en las cavernas para protegerse de ese raro e invisible mal que aún hoy continúa disminuyendo la vitalidad de los habitantes de este lugar. Tampoco fue tan difícil. Después de todo, las cavernas nos han sido siempre familiares, como los males.
Eso sí: había que volver a acostumbrarse a la repentina oscuridad. Por ello las velas están hoy a la orden del día y hay demasiados deseando alumbrar. Más allá de eso, todo es casi normal en apariencia, aunque no encuentren la palabra para designar lo que ocurre. Se dice, se presume que hay quien la encontró pero no puede pronunciarla. Se sospecha que hubo quien la pronunció pero no pudo nunca ser oída.
Mientras hoy Gamin tomaba la decisión, en ese departamento, en los alrededores de casas estrechas y de pasadizos recónditos, Martín Walker moría de ese mal. En las elevaciones de la isla caían sus figuras. Era inimaginable, casi como aquella palabra que no pudo nunca ser oída. No ignoraba lo poco que valía para el resto de las personas: siempre había sido visto como un imbécil insoportable que hablaba de cosas que a nadie le incumbían. Y había caído como las papas de la bolsa, ni siquiera como una bolsa de papas. Su muerte fue su largo camino a casa, el dolor de la altivez y la mezquindad del espacio. Desde entonces, desde el hoy en que murió, los horizontes son vagos, los barullos de los motores muy tibios.
El sur de la isla era maravilloso. El Motú había conseguido trabajo allí como locutor-filósofo. ¡Y qué trabajo! Bastaba con prender la FM para escucharlo desde el baño o encontrarlo en la cima del árbol más alto del Club. Fue el Motú quien anunció la desgraciada noticia. Acabaría por ser el Motú quien anunciara el fallecimiento a la madre de Martín. Había sido también a través del Motú que la madre de Mario Vallejo le mandó a decir a su hijo: “A pesar de todo te sigo queriendo”. Todo a través del programa del Motú, el programa más escuchado por las madres de la isla.
Cuando la gravedad de los hechos es lo bastante elevada, nada se deja escapar, nadie se puede ir, ni siquiera la luz. Así es Blackhole. No se sabe bien quien fundó esta isla. Algunos dicen que fue fundada dos veces –cómicos. Otros que es infundada –cínicos.
“No existís” –podía escucharse en las calles de esta isla como una frase cotidiana que los jóvenes le decían a Martín. Y tenían y tendrían razón. ¿Pero por qué a él? Él era tan absurdo que no podía ser omitido, obedecido o revelado. Era inasible. Aunque hubo una época en que lo tenían. Y precisamente hoy: la estatua, la imagen, el tigre, un fin. Pero se les escapó. Murió y se les escapó. Estaban allí donde hace tiempo, esperándolo, miserables. Los dejó solos, esperando.
El parte de defunción fue labrado por Max, quien nunca negó el temor que lo abrumaba cada vez que tenía que firmar un parte. Pero esta vez era algo especial. Había empezado a sentirse extraño, aunque estaba acostumbrado a esa sensación, por lo que pudo en parte dominarla. Sin embargo, lo particular, lo exclusivo esta vez, era que no sabía a que se debía este sentimiento especial pues, sobre todo, poco le importaba la muerte de Martín Walker.
Luego de su gran descubrimiento que lo hiciera famoso, la producción de la síntesis, Max olvidó de que estaba hecha la síntesis, el resumen. La síntesis le había hecho olvidar lo que le había llevado a ella. Este era su principal poder: la síntesis de la síntesis. Debido a ello, sospechó que el malestar podía deberse no a la muerte de Martín Walker en sí, sino al material con el que había estado trabajando, por lo que los doctores decidieron hacerle unos análisis. De hecho, podríamos decir que realizaron un experimento con él. Y no habría que culparlos. Max se hallaba en la situación ideal para hacer un experimento con él. En este caso, tampoco eran sus inicios. Ya había experimentado la sensación de ser experimentado con bastante anterioridad. Finalmente, los doctores encontraron lo que querían encontrar y, casi inmediatamente, enseguida, notaron la importancia de lo que habían hecho con la corriente: un poco alterna, un poco continua, y así eternamente. Y es que no había energía para mucho más. O la energía se reservaba para el neón, el cine y la publicidad. Después, casi tan sólo las velas.
Como Leh, la ciudad del fin del mundo, Blackhole está atravesado por una sola avenida, Mutsamudo, con casas de rejas de madera que permiten ver sin ser visto, unánimes, como la misma calle. Walker había encontrado allí nuevos rasgos para su colección de calles raras, ásperas y dispersas. En una de esas casas sobre Mutsamudo vivía Kojiro, a quien, junto con la avenida, atravesaba también el temor. En su caso, el miedo a equivocarse por enésima vez en su larga carrera pública lo paralizaba al punto de no permitirle siquiera cruzar Mutsamudo. Más bien, insisto, la avenida lo atravesaba a él. Particularmente cuando Yoshiaki, su hijo menor, lo miraba. Yoshiaki, por su parte, nunca heredaría este rasgo de su padre.
Este exiguo territorio, con serenos paisajes, presenta un enigma secular: el de un problema lingüístico cuyo misterio nunca ha sido develado. Enigma al que se suma hoy el misterio de la muerte de Martín Walker. “La lengua se te haga a un lado” –suelen manifestar los lugareños cuando apenas se habla del tema.
Caminando por Mutsamudo es fácil comprobar un universo de argots y sotakes y lunfardos y slangs y palabras que, poco a poco, van dividiendo a los pícaros de los demás. La divisoria de aguas, sin embargo, nunca es profunda y siempre es turbulenta. Algunas personas dicen que han revelado el secreto. O, mejor aún, que en realidad nunca hubo secreto alguno. Sólo no saldría del asombro quien hubiera entrado en él. Como al llegar a Blackhole. Cuando se tiene la suerte de arribar por la noche queda uno deslumbrado por un racimo de luces naranjas y azules, como una discoteca en donde bailan las estatuas. Sobre sus tejados que esconden gatos principescos, proyectos de vida, complots y dramas, hay enormes (y maravillosos) proyectos de jarrones, macizos de claveles, puñados de desequilibradas tejas, todo destilando un inesperado aroma de café con medialunas.
Niños de platos y cuchillos en el cuerpo que desvanecen esos olores y estimulan todos los excesos se agolpan frente a los portones de los estadios de fútbol de Blackhole. Ya no les permiten ingresar gratuitamente y son revisados, cuidadosamente, por miedo a que posean elementos cortantes, amenazantes. Pícaros, huyen siempre por la puerta de atrás, residuos del día distinto que no es, ceniza de héroes que se quedan en el camino, corriendo sin pausas a una paloma perdida para finalmente alcanzarla, quemarla con puchos encendidos y luego congelarla en el freezer más cercano. Mueren devaluados en la paz, aplanadora de vestigios también en los museos, en los buceos: papelitos tirados por doquier como festejos de carnaval.
Cuando se dan las primeras vueltas por Blackhole, lo que ante todo llama la atención es el exceso de publicidad y neón, la animación de los cafés, los cines eróticos, las librerías, la gente agolpada en rutinas silenciosas. Se decide uno a tomar una calle lateral y, de pronto, el resplandor incierto de las pantallas policiales marca una penumbra inquietante de muros agrisados. No se sabe quien creó el gris.
“Quien ve Blackhole, ve su sangre” –sentencia un graffiti escrito sobre la calzada con pintura azul fosforescente. Y esa pintada no puede sino ser alarmante. De hecho, no me gusta lo que está sucediendo, lo que están pasando en la cartelera. En cada esquina, en cada barrio, la belleza de las muchachas resulta sorprendente y se torna imposible dejar de observarlas. Las esquinas son sus refugios, porque tienen cuatro puntas y muchas miradas, porque constituyen epicentros, vórtices de conglomerados, espejos chocadores. Y, sobre todo, emanan ese olor mareante que inunda las calles y campos en el verano, que llega al corazón como un vaho fulminante: el aroma a laurel y corvinas.
Hoy muchas de sus mujeres están llegando al fin, ansiosas por subir a un podio. Son empresas, frecuencias, tajadas, muñecas. Todo lo que sabemos sobre ellas –y sobre Blackhole– puede también encontrarse en los relatos de viejos extranjeros –chinos e indios– y en unas inscripciones en piedra.
Los investigadores, ávidos en procura del sentido, se preguntan cómo ocurrió, cómo es que Martín Walker murió (hay quienes dudan de que esté realmente muerto) y cómo se produjo la síntesis. Los manuscritos en hojas o pieles han desaparecido junto con los pergaminos, así como los edificios de madera y las casas bañadas en alquitrán. Existen pocos lugares (salvo Birmania) más desconocidos, más ajenos, más cerrados, encerrados bajo siete llaves, más misteriosos y fantasmagóricos que éste. Es un lugar donde lo sobrenatural juega un papel fundamental y desconcertante, donde faltan medicamentos y objetos de primera necesidad, donde abundan objetos voladores, identificados o no. Ahora bien, Blackhole conserva, a pesar de todo esto, un encanto y misterio obsoletos, fuera del tiempo que nos tocó vivir, fuera del mismo tiempo.
Blackhole no tiene más que una razón de ser. Todos los juegos están ahora permitidos en los salones de sus palacios, en las terrazas de sus edificios, en las palmeras de sus parques. La Asociación Varones Anónimos decidió hacerse cargo de estos entretenimientos. Se concentraron, se centralizaron, se internacionalizaron, se globalizaron, se sentaron, se pararon, decidieron permanentemente, empobrecieron, se pauperizaron. Y así hoy muchos se esfuman para perder el tiempo, algo melancólicos como un paraguas, como una maldición que los arrastra por el piso tomándolos de los cabellos. En algún momento, es seguro que lo increíble sucederá, se abrirán las puertas del salón de juegos, se volcarán los jugos y se traicionarán luego en la extensión de lo que nunca acaba.
Junto con los juegos se permitieron también todos los ruidos. Y todas las noches no hay cosa que no lo aturda a Max quien, entre los vaivenes del insomnio, termina casi siempre durmiendo con la computadora destapada, muerta de frío. El ruido viene de allá afuera, de los ya no orgullosos pero siempre fuera de lugar, malentendidos, en extinción, colacionados, colados, condicionados, codificados. Y de esto el Motú no dijo ni fu ni fa. Ni una sola palabra por la FM, como si fuera un osito amaestrado de tanta goma-espuma. Se quedó con su intacta imagen próspera, su fresca sonrisa inmóvil, sus garras sucias, escépticas de gritos, chillidos y desoves, manchadas de zanahoria y gimnasios.
Fue después que al Hipódromo Independencia llegó un grupo grande de personas. Los hombres llevaban consigo la famosa djambiyya, un largo puñal curvo que se desliza bajo el cinturón y portan todos en el vientre. Allí todos los viernes por la mañana tiene lugar la ceremonia de la “falsa partida” en la que se rememora la historia de un niño que simuló fugarse para poder fugarse. ¿No podría ser ese el caso de Martín Walker, que era casi un niño? El tiempo tiene, entonces, una duración distinta, que no se mide en horas o minutos sino en pavas de mate.
Antes de morir, y hasta que el vino los separara (según cuentan los testigos), Catalina se habría encargado del postre. Cuando por fin llegaron los invitados especiales ya era de noche. Esos mismos testigos, los testigos de esa noche, cuentan que un dolor en la espalda le habría impedido a Martín Walker levantarse para ir al baño. Aparentemente otros también lo habrían visto esa misma tarde en esa especie de paraíso natural que es la espontánea cola formada frente a los bancos por hastiadas personas necesitadas. Tal vez de allí el dolor.
Las imposturas evidencian universos triviales donde la transgresión es la exasperación del absurdo. Nada merece ser respetado aquí ni con el mayor de los empeños de un desnudo. El mundo de Martín Walker era un mundo sepultado, con signos casi indescifrables para los que no lo han vivido: canciones olvidadas, rostros desaparecidos, costumbres perdidas. Estamos hoy ante un mundo nuevo y el tiempo vivido provoca una sensación de vértigo. Y no hay espacio, lo que hace que los muertos, como Martín Walker, al no tener lugar, lleguen a confundirse con los vivos. Los charlatanes de feria, cerca de la estación, desaparecieron bajo un cielo muy alto, en un cementerio de locomotoras que no iban a ninguna parte. Sin embargo, aún pueden escucharse, como si estuvieran vivos. Tal vez lo estén, aunque no sea posible.
Lo que ocurre en Blackhole es enorme y gratuito, con algo de desagradable. Chimeneas surcadas por leyendas góticas constituían en algún momento una zona ambigua, diluida en el anonimato de las relaciones en el zaguán. Hoy ya no existe ese anonimato, ni las chimeneas, ni las leyendas góticas, ni el zaguán. Aquel mundo de humo desapareció. Desaparecieron sus calles y la mayoría de las mansiones que las poblaban.
Sabemos, en realidad, muy poco sobre este lugar...porque, para ser sinceros, poco interesa, porque es prácticamente invisible. Aquí muchas personas –la amplia mayoría, como se dice– se despiertan asustadas al no ver nada, por la reinante oscuridad interna de muchas de las cavernas. Y no se duermen, asustadas por la misma razón. Sin ir más lejos, hace un rato nomás Seiji estaba soñando con las manos de Mario Vallejo, manos tantas veces besadas por su madre. Sus diez dedos se hallaban colgados de una lámpara que había quedado prendida de sangre con gusto a infanta. Pero abrió los ojos, abruptamente. Y nada desafinó. Entonces pensó en el baño al que no había podido llegar Martín Walker, se dio cuenta de que la temperatura se tornaba insoportable, y se esfumó por el corredor antes de que nadie lo detenga para preguntarle nada. A ver si todavía lo obligaban a decir en que estaba pensando.
No es fácil intentar recrear imágenes objetivas de un territorio donde los ríos se convierten en lagos, donde algunos de estos lagos desaparecen y no vuelven a aparecer como por arte de magia o como por cábala. Ahora que Martín Walker no está, aunque amenaza con aparecer en cuanto lo menciono, en medio de este silencio temporario, es posible escuchar nuevamente otros ruidos normalmente ocultos, como el producido por los gritos impresionantes de algunos pájaros, como el kagú, que ladra.
Entonces las imágenes son limitadas, como las necesidades y las demandas. Una casa. Una cama. Fuego, agua, tierra y aire. ¿Qué más podía alguien como Jack pedir? En su casa el teléfono volvió a sonar después de un año. Un día después de un año de la última vez que había podido sonar. Pero el hecho no causó sorpresa alguna. Jack dormía, Macasar posaba su mirada marinera en la mareada nuca de Bugis y, al ritmo de la campanilla del teléfono, exploraba la raíz de esa nuca buscando encontrar el defecto, el desaliño, el espacio para el golpe certero. Y, como siempre, el pelo debía estar por encima del cuello de la camisa.
Anoche, antes de que ocurriera nada, me asomé al balcón del piso en que vivo. Está muy alto y no es seguro. Miré hacia la calle y noté como allí abajo sólo sonreían, pero con una sonrisa ausente de los ojos, cuando tropezaban con un amigo. Con ese mismo espíritu, la gente parecía ponerse luego a hacer cola en las panaderías ya cerradas a esa hora pero anticipando con su existencia física el día por venir, antes de correr a ponerse a salvo del malentendido, de la sorpresa, de lo inesperado, en un gasto de energía que podía ser fatal pero necesitando prever el acontecimiento, expresando en esa decisión, en esa actividad, algo que no era posible evacuar mediante las palabras, teniendo en cuenta el mal que a éstas afectaba y que, en última y en primera instancia, a ellos mismos, sobre todo y exclusivamente a ellos mismos, afectaba.
Seiji está ahora mucho más canoso. La muerte de Martín Walker sin duda lo ha afectado inmediatamente. Al regresar del corredor empezó a hundirse ciegamente en los sillones, a sumirse blanquecinamente en divagaciones. Entonces Patricio Parada se dio cuenta de que este hombre no tenía absolutamente nada que ver. Para poder develar enigmas, y a la manera de un koán iluminador, Patricio Parada llevaba siempre a mano, es decir, en su infatigable memoria, la siguiente reflexión: La gigantesca mole de hierro que vemos flotar solo logra ser invulnerable porque debajo del agua la sostienen los siete octavos de su volumen.
Gamin, por su parte, solo atinó a leer el periódico. Una sonrisa ganó su rostro cuando vio el aviso. Terminó de leerlo con avidez, pero algo le hizo volver la vista al texto. En un momento se preguntó que aguardaba. Y al descubrir que no esperaba nada, como todo aquel que saliera de una experiencia fundamental fallida, se sintió aliviado. Una conclusión positiva finalmente se posaba sobre su pensamiento y le permitía abandonarse.
En el salón comedor sólo podía escucharse el tintineo de los cubiertos y un leve murmullo en medio del que alguien testimonió haber escuchado, sin poder percibir quien lo decía, la siguiente expresión: “Martín no es un mártir, es un simple infractor”.
Hacía rato ya que Gamin había decidido irse, por lo que su voz había quedado descartada. En su partida, al llegar a la puerta, alcanzó a ver a una persona que no había visto nunca antes. Cuando se decidió a cruzar la calle, Jack, ya despierto y en plena actividad automotora, estuvo a punto de atropellarlo con su camión. Pero el desconocido le había cedido gentilmente el paso y, al darle la espalda, habría intentado pegarle una puñalada. Hoy, seguramente gracias a la muerte de Martín Walker que motivó estos testimonios y estas búsquedas, sabemos que ese desconocido era Kaman. Llevaba varias horas de espera detrás de la puerta principal de la casa. Nadie, a la corta o a la larga, hubiera podido ignorarlo en algún momento. Como vemos, Agujero Tuerto está habitado por los descuidos, por las traducciones.
Así como Bugis anotaba en interminables cuadernos sus viajes tempestuosos con su nuca aún a salvo, o Max registraba los secretos de tumbas y laberintos, la semana pasada, casi obviamente, Martín había sintetizado lo que le ocurre a todo inmigrante que no llega a nada. Algo había aprendido de Max sobre el arte de la síntesis. Y Max, por su parte, en la misma semana, había conseguido reproducir un cerebro de cucaracha en un microchip, con las consabidas consecuencias.
Aquí, por donde se mire, el paisaje siempre nos presenta, en primer lugar, invernaderos. Pero, a pesar de ello, ni siquiera de los círculos más estrechos salieron indemnes de la peste. Se endurecieron las articulaciones y, acosados por los problemas cotidianos, se triplicaron en soledad los riesgos de muerte. En medio del desamparo y las tensiones, nadie se sorprende cuando la vergüenza finalmente les sonroja las mejillas, cuando el miedo es más complicado que lo abstracto. Además, hasta hace poco tiempo no había datos sólidos. Con la ayuda de sofisticados instrumentos de laboratorio, un conjunto de órganos, células y glándulas se han visto finalmente favorecidas por las actitudes positivas de las personas, con el vigor mental propio de una edad de oro en una edad que no lo era. Y cada vez son más las personas que enfrentan hoy la realidad con esta actitud mendicante de futuro. Pareciera que Mutsamudo estuviera comenzando a llenarse de un nuevo tipo de mendigos. Las fracciones los estimulan. Vestidos con pantaloncitos cortos y ojotas, se alimentan de jugo de limón helado que el más filantrópico de ellos alcanza en un balde amarillo en el cual hunden sus potes, como preparándose para una excursión. Y hablan siempre en plural, para protegerse.
La primera manera de recordar a Martín Walker hoy fue pasiva, apuntalada sobre cierta orilla morbosa. La segunda fue activa, obligada como antes a desechar las repeticiones, alguna grosería sin consistencia, un doble sentido desgranado hasta que uno imaginara que Martín mismo empezaría a divertirse en su cajón. En medio del funeral, Gamin se avivó de lo que estaba sucediendo y aprovechó el instante en que los otros estaban distraídos para escaparse otra vez. Cuando dé pruebas de que sabe manejar correctamente los eufemismos y las dosis de cinismo, entonces sí podrá ser tratado como un adulto. Mientras tanto, si no se escapara, sería como pasear desnudo por Mutsamudo: todos pueden verte. Mientras tanto, se trata de ser un hijo, sin identidad, sin espejos, con cementerios. Los muchachos como él son los más desvalidos, los más asustados. Este año nuevo también Martín había estado un poco asustado. Había notado en las personas cierto miedo del ajedrez. Si esto ocurre, pensaba Martín, se retribuirá lo abyecto y se estimularán trastiendas de milagros.
No hace falta que les aclare cuanto perturbaba esto a Max, quien acababa de comprobar, también en este año nuevo, científicamente, que las mujeres duermen cincuenta minutos más por noche. El consuelo para el hombre estaría dado por el hecho de que el bostezo masculino tendría un alto contenido erótico. Martín solía pensar en esto mismo cuando estaba en la cama. Por suerte cerraba su boca a tiempo, antes de que alguna de las cucarachas voladoras que poblaban su cuarto en las noches de calor pudiera penetrar en ella. Catalina nos contaba hoy, no sin provocar nuestro asombro, lo perversa que podía ser una cucaracha voladora para Martín cuando estaba en la cama. Porque entonces llegaba el horror. Allí no habría elección, ni camino, ni esperanza. Sólo la interminable repetición de lo sórdido. O la posibilidad de permanecer para siempre, quizá, en el umbral de la vida, incapaz de cruzarlo y regresar. Tan profunda era la almohada abrazando a Martín.
“Querían que hablara como un intelectual y pensara como un filósofo. Pero él era sólo un boxeador” –dijo Seiji con respecto a Mario Vallejo, olvidándose de que Mario era un capitán, ya olvidándose de Martín, y recordó que esa noche no tenía programa. Aquella solitaria noche de brumas, de espaldas a toda medida, Seiji penetró en el hastío de la mortalidad de Martín y se olvidó de Martín.
Se secaron los ríos. Lo que piensa, ahora, es el espacio mismo. Parada mira, sin mirar, por la ventana. Espía a Martín y sus pensamientos muertos que piensan que no piensan. Alguien, del otro lado, abre una puerta. La mesa, el libro, la ventana: cada cosa es irrefutable. Guillermo se confunde con el aire que anda por el pasillo. El aire sin cara, sin nombre. Está llegando siempre. Señora de las reticencias que dice todo cuando no dice nada. Martín discurre, en silencio, y se despuebla.
Mirando por la ventana solo se veían manifestaciones rencorosas e inútiles. Una fatiga que no es de este mundo, una catarata de palabras porque sí, porque están, para mantenerse apartados como el ratón que roe al féretro. Nada de todo esto escandalizaba a Gamin, imperturbable. En cuanto a George, la muerte de Martín hizo como si su propia vida se transformase de repente en mentira, como si, sin saberlo, se hubiera convertido en un ser falso, en el mal del siglo, hasta no creer ni en sus propias palabras, hasta que el tejido lo agrave. Hay que empezar, hay que haber empezado a perder la memoria para darse cuenta de que ella constituye toda nuestra vida, frágil y vulnerable. ¿Había George transformado un recuerdo? ¿Se trataba de un recuerdo inventado? ¿De una confabulación? ¿De una confusión? Acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira, lo cual tiene una importancia relativa ya que tan vital y personal es la una como la otra, la memoria y la imaginación. Por ello, poco a poco, la realidad comenzó a derrotarlo. Se volvió más callado, más sombrío. Cada mañana le costaba un poco más levantarse, y a su alrededor a muchos les pasaba lo mismo, aunque por diferentes razones. Su larga familiaridad con la derrota le permitía igualmente, temporariamente, salir a flote.
Anochecía. Había mucho tránsito. A Jack, el camionero, le ardían los ojos. De pronto lo vio. A veces, en plena oscuridad, sentía su respiración. Son las sorpresas del ojo interior. Era Kaman, convertido en muerte, en destructor de mundos. Jack recordó las primeras horas de la mañana de aquel día en que se observó en Blackhole una gigantesca bola de fuego moviéndose rápidamente a través del cielo. En los dos días siguientes, el polvo presente en la atmósfera era tan abundante que se podía leer de noche, en Mutsamudo, por la luz que ese polvo dispersaba. Y la imagen de Kaman lo llevaba hacia allí. Ese momento pasado se hacía presente, como nunca antes. De pronto se oyó un ruido como el aleteo del kagú cuando está asustado y apareció en el río una especie de marea. Fue un momento muy breve donde todo estaba en suspenso. Enseguida retornó la calma, el silencio, la inmovilidad, la tranquilidad. Los espejos del cielo estaban vacíos.
Martín conocía el aleteo del kagú, tenía un oído especial para las aves. Cuando oía el aleteo de los pájaros, el paso lento de las patas sobre la arena, captaba inmediatamente algo, no precisamente una presencia, sino su propia vulnerabilidad, sabía que su cuerpo podía ser herido, que ocupaba un lugar y que no podía, en ningún caso, evadirse del espacio en que estaba, indefenso. Ahora era visto como nunca, abandonado bajo millones de miradas. Lo veían, por lo tanto, era.
Como parte de los rituales por la muerte de Martín, hoy habrá un concierto de flauta sin flauta. Martín, colocado a mitad de camino entre la miseria y el sol, no se ve tan mal, a pesar de todo. No parece realmente muerto. Es como si no hubiera nacido totalmente, como si hubiera estado siempre en su sofocante cuarto, como si hubiera estado siempre unido a esas cosas repugnantes que se atan a sus manos y a sus pies que ya no pueden correr, que nunca pudieron apresar.
Esta muerte era una señal muy pequeña, del tipo de las que abundan en la isla. Catalina se daba cuenta de que ya no lo podría retener. Y se sobresaltó, repentinamente, con gesto meditativo y ausente, con cruel lucidez, al ver que estaba acariciando un libro forrado con piel humana. Mirado desde los cuadraditos de una de las ventanas de la casa el rostro de Martín parecía muy joven, maquillado hasta el futuro pero blanquecinamente sonriente. Los ojos parecían inmóviles, perdidos entre las cejas y la niebla.
Gamin, el hijo mayor, racional, no volvió a casa por la noche. En los correos centrales están puestos los telegramas de avisos de búsquedas en todas las lenguas, enviados por familias desoladas que reclaman noticias sobre sus críos, mientras que al lado se pueden leer anuncios de este tipo: “Caballo pura sangre deseo vender con urgencia”, o bien, “Cambiaría un Citroen en triste estado por una palmtop nueva”.
Los altos arcos color azafrán del frente marino de Blackhole siguen contrastando con los que sostienen bellos inmuebles corbuserianos, con ventanas cubiertas de ladrillos rojos o, paradójicamente a veces, blancos. Al llegar a su casa a altas horas de la noche, desde la habitación le pareció a José que, como en aquellos días de su niñez y de su adolescencia y de su juventud, le respondía desde allí un sonido confuso, una voz, la voz despierta.
Las aves que dan vueltas por aquí también están volando en otros lugares, en el bosque, en la selva, sobre Mutsamudo. José también había descubierto a Kaman y, antes de retirarse, lo miró con una mezcla de cuidado y espanto. Arpad ni se movió de la mesa del café a donde se había dirigido luego del funeral. Luis, el mozo, permanecía apoyado en el mostrador, prejuicioso, sin sonrisa, tratando de recordar a quienes les había fiado. Yoshiaki empezó a sospechar las razones por las cuales estaría ganando tan poco con este negocio del bar. Al principio parecía que, luego de enterrarlo, cada cual volvería a lo suyo. Pero, pasado un tiempo prudencial, Yoshiaki notó que Catalina había empezado a moverse, pequeña y lentamente, más que el resto. Todo lo que yo sabía era que se trataba de una forastera. Después de pasar alrededor de tres años saludando permanentemente con ese estallido de palabras sin sentido a todos los que ingresaban al café, George, que nunca quería mentir, parecía bastante deprimido. Pero ahora, después del funeral, se enojaba si alguien se acercaba a él y le formulaba alguna pregunta.
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