En una recepción de gala, en medio de un suntuoso salón, Giovanni conoció al joven suboficial Patricio Parada. Giovanni se divertía esa noche, como en otras tantas, dejándose llevar, entreteniéndose con los múltiples juegos de palabras propuestos. Muchas cosas se han dicho, delimitado, marcado entre ellos.
Balbucientes, la razón los vuelve disolventes. Ninguno se ha preocupado por el autor del homicidio de Martín Walker, ninguno dejó espacio para las dudas. No pueden hablar de uniformes. No pueden olvidar tampoco las entradas envolventes, el intercambio de favores, el desprecio todo amontonado esperando, viviendo de los fondos desproporcionadamente. Los hombres que terciaban en la conversación no discutían el destino. Están siempre. Giovanni no recuerda, no sabe, y le hablaba de los anteojos negros. Después hay que horrorizarse ante sus perpetuas maneras, frente a sus imposibles, impasibles afirmaciones. Giovanni no improvisa, no. A Patricio Parada le gusta una palabra que escucha de él: “conciliábulo”, además de todas las videofilmadoras puntillosas.
–Sí, mintió Parada, poniéndole una mano en el hombro. –Todo se va a arreglar.
Giovanni se acordó entonces de su colegio, de los partidos de rugby y las fiestas de interminables sacos azules cruzados, fiestas hasta castigar a los débiles sin gomina, hasta destruir embajadas con corbatas automáticas y fulminantes medias grises.
–Bueno, ahora andáte, le espetó con demasiado desdén.
Pero Patricio Parada era como de muerte, como un poderoso geiser.
–Está bien, me voy. Pero el que llega primero gana.
–No se ponga puritano. ¿Qué dicen allá de nosotros?
–Bueno, mire...no sé, en realidad no sé. A mi no me consta nada. Usted...¿Qué es exactamente lo que quiere saber?
–Quiero saber si hay trabas.
–¿Usted sobre que tipo de limitaciones me pregunta?
–...
–Bueno, mire...sí, claro.
Ambos son capaces de desnudar a cualquiera. En Singapur o en Corea dicen que también es así: hay gente de bien en los barrios bonitos, un alambre de púas que divide la ciudad y al otro lado los desaforados que no entienden. Ambos son, al fin y al cabo, inseguros: lo único que los perturba, los tortura, es su propia e inevitable muerte. Matan para sacarse la muerte de encima. Para que mueran otros y no ellos, para saciar al insaciable universo.
La policía mañana se llevará preso a quien siga disfrazado. La cuestión para ellos no es la de ser santos o herejes, sino que lo importante es poner clavos. Eso hizo Bugis. Por eso lo crucificaron. Estos tipos saben que esos son los mejores casos, los suculentos días. A pesar de todo, Giovanni y Patricio Parada seguían separados. Ya estaban preparados los disquettes. Quienes manipulan demasiado dinero pueden demostrar mucha generosidad no inspirada por esas relaciones. Es, en ese sentido, como si todavía fueran desconocidos. Sin embargo, y a pesar de sus diferencias, hay una coincidencia semántica y de objetivos.
–Aparte de la rutina del deber no parece entender ni la mitad de lo que decís–, susurró Antonio a los oídos de Giovanni quien, después de todo, era hijo de un anarquista ruso.
–Le agradezco tanto que haya venido, Seiji–, exclamó Giovanni al verlo parado en la puerta.
Seiji era un soñador y un amante de las artes. Cuando lo vio, la cara de Parada era la de una masa informe. Ante tal mirada, Antonio notó como Seiji no podía caminar, no conseguía entrar en el salón.
–A mí no me molesta que la policía me pida documentos–, le decía Antonio a Seiji. Ni que me ponga contra la pared. Porque yo soy inocente. Cuando la policía hace eso y habla duro es porque el delincuente se pone nervioso y se descubre, y esa es la policía que queremos.
Patricio Parada observó los documentos de Seiji y dijo:
–La situación está bajo control. Espere aquí.
Hacer esperar: prerrogativa constante de todo poder, crucigrama eterno del universo.
–¿Vos sabés con quien estás hablando?, dijo Antonio.
–¿Quién se cree que soy yo?, le espetó Giovanni.
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