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Dramatis Personae

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Filopolímata y explorador de vidas más poéticas, ha sido traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Costumbre

            Buscamos la costumbre que no conocemos, extraños, lejanos. Martín solía sentir una atracción fetichista por los vestidos de las mujeres de las calles de los rincones más lejanos del mundo, pero estaba condenado fatalmente a esa atmósfera imponente de la playa. Amigos de sus amigos habían convertido los senderos de la arena en calles tostadas.

            –¿Por qué volviste?–, le pregunté a Martín en cuanto lo vi, consternado.

            –Quería ver a la gente en la calle–, me dijo. No sé, es una costumbre que extraño.

            Todos en Blackhole nos hemos impuesto el desprecio como costumbre. Mientras camino por la ciudad pensando en cosas inútiles, el sol de diciembre hace levitar el asfalto en las calles desiertas, lo que me llena de inseguridad, lo que no deja de ser, en cierto sentido, una ventaja.

            –No me gusta el mundo de los filósofos de arriba porque son gente que se desorienta–, me confesó.

            Mientras caminábamos noté como las fachadas de las iglesias seguían atrayéndolo. Siempre había tenido una resistencia programática a crecer si no era con las hadas. Deambulamos por calles, trenes y colectivos, indecisos, intentando huir afanosa e inútilmente de la corrosión de las costumbres.

            –¿Con qué jabón me quitaré tanta imagen?–, me preguntó. La naturaleza pertenece a las cosas ordinarias. La semana se nos pasa volando y los domingos como éste deambulamos, sin rumbo. Espía de la duda, siempre me había ofendido la forma en que Martín desechaba la idea de la historia. Llevaba ya varios días sin afeitarse, aunque jamás lo hubiera notado si no me lo hubiera dicho. Tenía dos botones desabrochados de un uniforme sucio que llevaba puesto, y se quedó mirando un rato largo a un oficial que dirigía el tránsito con un cigarrillo en la boca.

            Caminamos, como ya dije, sin rumbo, por la ciudad. Nos sentamos un momento en el banco de madera de la plaza más pequeña de Blackhole, un banco de una plaza que era casi del tamaño del mismo banco, casi escondida por el banco. Sabíamos que primero había que encontrar el banco, y así daríamos con la plaza.

            –¿Por qué no damos unas vueltas por los cafés?–, me dijo.

            El mundo había condenado a su conciencia a vagar intranquila en medio de batallas cuya mayor importancia era la de saber que habrían de ser perdidas. Catalina ya estaba con otro hombre, enamorada. Y lo mismo podría haberlo dejado plantado a aquel otro y haber seguido al extraño que nos cruzamos en la calle, y todo tropezando, aunque solo levemente, con los perros hambrientos de pan y ternura.


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