–¡Qué mal se te ve!–, le decía con frecuencia Giovanni a Martín, medio en broma, un cuarto en serio y un cuarto quien sabe.
Martín creía que algún día llegaría el tiempo en que todos empezaran a reírse de cosas menos oblicuas, épocas de crisis de las capturas. A su vez, por momentos cóncavo, en ocasiones convexo, José se debatía, en ese mismo sentido, entre la tentación de excitar y el riesgo de ser arrancado de sí mismo. A Martín acabaron por llevarlo por esa senda, esa serie de corredores que desconocía bastante bien. Y por ello hoy la investigación sobre su muerte se ha detenido en la dimensión de la tormenta de identidades. Tan sólo tenemos hombres y mujeres concretos, trampas del ojo, y tres tristes tigres que anotan todo lo que les dicen, lo que escuchan, lo que filman. Toman fotos y hasta llegan a firmar autógrafos, vuelven a anotar y parpadean entre los flashes del sol.
Como si no alcanzara con todo esto, y después de aparecer muy brevemente cuando nadie ya lo esperaba, Roberto desaparece nuevamente y en la nada contiene el llameante aliento hasta uniformar su fisonomía. Ni una palabra le sacaron cuando lo tenían a mano, mucho menos ahora que no saben donde está. Cuando derribaba decorados o se salía de la cámara periodístico-policial, hasta el mismo Fabián corría los límites de la ficción. O se fuerzan las cosas para que quepan dentro de las ideas, o se utilizan las ideas para despojar a las cosas. Pero algo había que hacer. Y siempre lo flexible ha resistido mejor que lo rígido los embates de la entropía.
–Usted no sabe–, le decía Roberto a un oyente anónimo cada vez que regresaba. –Usted no sabe. Somos arrastrados de un modo irrevocable, y nuestros cuerpos quedan estirados desagradablemente, formando un hilo largo y delgado–.
El futuro ahora es la boca de una caverna hambrienta. La naturaleza lo había llevado a Martín al huraño y hotelero hogar para que caiga. Su voz salía entones como en un hilo. Al acercarse a cada cruce Jack lo recuerda necesariamente, estando siempre a punto de chocar, o así le parece, con un coche arrastrado por un caballo. Al recordar su muerte, al mirar el mundo a su edad, Kojiro se deja absorber por su imagen como el semen en un pañuelo.
Perderse a sí mismo era dar un paso en el mundo, dolorido en la tez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario