Lo insostenible era lo impronunciable. Por eso éramos menos tiránicos, menos enunciadores.
–Tengo las orejas grandes para poder escuchar todas las opiniones de la gente–, decía Martín.
–Aunque un hombre no hable–, se escuchaba como retruque en su propia cabeza.
Suavemente irónico, seductor, con un recatado toque de melancolía, Martín percibe que todos le hablan ahora de cosas serias e importantes. Hablan, hablan y, sin duda, gobernar es hablar.
–Mi padre me prohibía hablar–, me confesó alguna vez.
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