¿De qué vale vivir así? Martín no se lo había preguntado nunca pero, igualmente, corrió sus riesgos, como todos sabemos. En Blackhole hay bandas y heridas incontestables. Los bebés esperan la papita en sus sillitas y reciben el sopapo, de ida y vuelta, parando en todas, sin llorar, carajo, que nos están mirando. El mismo gesto que impugna las trascendencias dibuja la posibilidad de una existencia distinta del absurdo.
Muchos de los que iban en el tren, entre ellos Gamin, partían en la búsqueda de un lugar donde hacerse taxistas o putas. Y tan sólo porque querían volar a los confines de los mundos.
–¡Ey! ¿Qué pasa, hermana?–, le preguntaron a Catalina los varones anónimos de la asociación en un coro a voces. Catalina enfrentaba el fantasma de su cuerpo concitado por su búsqueda personal del dinero que le faltaba. Después de la muerte de Martín, vivía obsesionada por vivir.
–¡Muertos, violadores, violadas, travestis, abortos, delincuentes, drogadictos!–, gritaba Gamin por la ventana del tren.
–Sos un emigrado, eso es lo que sos–, solía decirle Giovanni a Martín.
–Sos un emigrado, entendélo–, le repetía Yoshiaki.
En Blackhole se vivían tiempos de hierro y de fuego. Tiempos que llevaban a Gamin a desesperarse, aunque racionalmente, cuando observaba la larga fila formada por todos los desheredados. La hija de Jack era amiga de Martín. Su amigo y su padre habían muerto casi al mismo tiempo. Y ahora no sabía si alimentar a un perro callejero o convertirse en la sirviente de un samurai.
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