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Dramatis Personae

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Cartógrafo cognitivo y filopolímata, traductor, escritor, editor, director de museos, músico, cantante, tenista y bailarín de tango danzando cosmopolita entre las ciencias y las humanidades. Doctor en Filosofía (Spanish and Portuguese, Yale University) y Licenciado y Profesor en Sociología (Universidad de Buenos Aires). Estudió asimismo Literatura comparada en la Universidad de Puerto Rico y Estudios Portugueses en la Universidad de Lisboa. Vivió también en Brasil y enseñó en universidades de Argentina, Canadá y E.E.U.U.

jueves, 8 de octubre de 1992

La curiosa oreja de David Lynch (1992)

El cuento "La novela en el tranvía" de Perez Galdós comienza con una partida, con un viaje. No solamente desde el título, en donde tenemos la referencia al tranvía y a la misma novela, legible también como "viaje", sino desde la primer frase: "Partía el coche de la extremidad del barrio de Salamanca". A partir de allí, el abandono a lo impreviso, lo inesperado, el comienzo de una charla. Las atrevidas y rechazadas inquisiciones de Cascajares, en un juego especular, poco a poco serán las del personaje, anónimo como la mayoría de ellos, en quien se va encendiendo la llama de la curiosidad mientras se lima el hierro de los carriles, el hierro de su, hasta entonces, enclaustrado dominio de percepciones.

La historia se desata precisamente allí, cuando el personaje es seducido por el mundo del teatro que el tranvía descuida, insensible. Como buen fisonomista -y aquí el personaje de Galdós se emparenta con los de Gogol y Balzac- comienza a reconocer/inventar su historia partiendo de un gesto, una tez, unos ojos, unas barbas, unas maneras. Es la novela que se lee/escribe en el tranvía. La duda, en tanto, no deja de aparecer. Existe, en un comienzo, una fuerte resistencia a ese "viaje". Después de todo, es un viaje obligado. Después de todo, se trata de una narración "realista" en donde hay que tomar nota, con cuaderno y lápiz, de la realidad real. La novela que se escribe tiene que corresponder/reflejar al mundo.

Al mismo tiempo, es el tranvía-real el que le permite la imaginación, el que suspende el tiempo, el que traslada, es decir, desplaza, vaporiza, vuelve sueño lo sólido: "El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico".

No es sólo el sueño sino la vida de vigilia la que alimenta la imaginación, que le ilumina, le torna curioso. Tan curioso como su aseveración de que los demás no quieren contar los hechos como realmente ellos son. La imaginación al servicio de la ciencia literaria como invención/representación de lo real. Por ello el narrador sostiene: "Iré a declarar, iré a declarar; sí, señor". De eso se trata, de declarar, de aclarar un suceso "mitad soñado, mitad leído", que el narrador declara creer, reconoce haber inventado.

El narrador lee las vidas como novelas, intenta encontrar coherencia, sentido, de un fragmento roto. No soporta la incertidumbre, tiene gestáltica voluntad de cierre en un mundo que Galdós nos muestra confuso e intertextual.

El personaje narrador se halla acosado de indefinición, es un lector de novelas que precisa "the sense of an ending", un paranoico quijote -también se arrepiente y vuelve al fin al regazo"- curioso de identidad, ávido de señales, de inevitables orejas lyncheanas (recordemos la escena de apertura de la afamada película Blue Velvet, de David Lynch) que desearía quizás evitar.

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